INTRODUCCIÓN.

Albert Einstein nunca aceptó plenamente los postulados de la mecánica cuántica y muy especialmente el principio de incertidumbre que atacaba directamente la idea clásica de causa y efecto, a pesar de que ya para 1.925 la mayoría de los físicos repudiara la causalidad como un prejuicio pasado e incómodo.

   En su famosa frase, “Dios no juega a los dados con el universo”, revelaba una consciente afirmación en la ley de causa y efecto y una convicción clara de que detrás, y por encima, de la teoría cuántica, existen unas leyes primarias y fundamentales, desconocidas aún hoy para la física y que eliminan la incertidumbre. Por eso dedicó los últimos treinta años de su vida a buscar una teoría unificadora de las leyes físicas incompatibles que él mismo había ayudado a formular: la mecánica cuántica y la relatividad general.

   En principio podríamos pensar que el hecho de que no lo consiguiera constituyó su gran tragedia científica, al invertir su tiempo en un empeño baldío, mientras la mayoría de sus colegas se echaron en brazos de la nueva física experimental de manos de la mecánica cuántica. Pero si observamos la situación actual, en la que todos los físicos sin excepción admiten la importancia capital que tendría el descubrimiento de una teoría de campo unificado o “Teoría M”, priorizándola como el objetivo principal de la física del siglo XXI, deberíamos reconsiderar la primera opinión y pensar que, como en tantas otras cosas, el viejo profesor no estaba equivocado y que, por el contrario, se volvió a anticipar en muchos años en el camino de la ciencia física.

   Einstein no era un buen matemático, pero era un pensador profundo y nos resistimos a creer que no comprendiera que de existir una teoría capaz de unificar todas las leyes formuladas y reconocidas como ciertas, sería bajo la tutela de una física capaz de ensanchar sus límites de investigación más allá de los estrechos límites del mundo de formas y sustancias (nuestro actual mundo físico al que se circunscribe de momento la investigación física), al mundo de las formas sin sustancia (los sueños, la imaginación, las emociones, la creatividad, etc.), y al mundo de la sustancia sin forma (la energía, la conciencia, el alma y el espíritu).

    Es de mero sentido común comprender que una teoría de campo unificado que fuera soporte y patrón de la totalidad de las leyes descubiertas y demostradas, no puede abordarse desde la perspectiva de una parte de la experiencia y del conocimiento humano, aunque éste sea tan importante como el de la ciencia física, sino desde la totalidad de los mismos. De otro modo siempre quedarían preguntas sin respuestas. Quizás aquellas que afectan de un modo más significativo a la existencia del hombre.